La niña no tan niña Claudia tomó asiento en el centro, entre su misma madre y su amigo Raúl. Los niños no tan niños (compañeros de clase, supuse) tendrían 11 ó 12 años; la madre era de mi misma edad.
Acudían en mi taxi a una fiesta de cumpleaños. La madre de Claudia se habría hecho cargo también de Raúl, en uno de esos favores que suelen hacerse los padres cuando no todos pueden (o quieren) acompañar a sus respectivos hijos.
Ella, la madre de Claudia, ahora miraba a la calle a través de su ventanilla mientras los niños no tan niños permanecían serios, formales y en silencio. Aunque nada más lejos que la realidad: A través del espejo y al menos durante un instante, me percaté también del dedo meñique de él tratando de rozarse adrede con el meñique de Claudia. Luego, siempre atentos a cualquier giro visual de la madre, se lanzaron un par de miradas nerviosas, sonriendo con los labios apretados y las mejillas (al menos las de ella) en creciente sonrojo. Sin duda eran novios primerizos, clandestinos.
Intuí que ese miedo a ser sorprendidos por la madre era nuevo para ambos. ¿Miedo o morbo?, pensé. En lo que dura el primer amor todo es misterio, incertidumbre; pureza de un instinto desinteresado, no sexual (o al menos, por ahora). Apenas aprendes a besar, y cada beso es un mundo. Y del roce entre dos dedos haces un mundo. Nunca sabes qué vendrá después o si lo sabes no te atreverás, por el momento, a dar el paso por miedo a tropezar y aparentar torpeza ante los importantísimos ojos de tu primer “Raúl” o tu primera ”Claudia”. El amor más puro es torpe y huele a nuevo. Como recién salido de fábrica. Con sus precintos.
El segundo amor ya no es lo mismo. Está viciado: Arrastra la experiencia del primero. O al menos, así lo recuerdo.
Daniel Diaz
http://blogs.20minutos.es/nilibreniocupado
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